Como todos los días, el Dr. D. Augusto Zerep sale de su casa a las 6:00...extiende la mano desnuda y comprueba si es necesario que lleve su paraguas negro de punta roma. Desciende del portal con el pie derecho y se dirige a la parada de metro de Iglesia, siempre el derecho. Trabaja como profesor en la Universidad Complutense desde hace años, con los mismos apuntes amarillentos del uso cual dedo índice y corazón de un fumador compulsivo. Al llegar al metro, saca su abono mensual de la funda inmaculada entrando con la satisfacción que le da la rutina. Pero hoy, algo va a ocurrir que va a poner el mundo de Augusto Zerep patas arriba.
La ruta a seguir es la misma de siempre, un par de transbordos hasta Colonia Cristal, allí aproximadamente media hora después se sube al metro ligero que le lleva hasta la Universidad. Siempre abre su maletín de piel marrón y extrae Saúl ante Samuel, un libro que lleva quince años leyendo. Pero hoy, tras guardar el bono en el bolsillo interior de su abrigo le ve. Uno s ojos azules se cruzan en su camino… Augusto olvida quitarse el abrigo y al sentarse le hace algo impensable… ¡Una arruga! Ella sentada en el otro extremo del vagón ojea un periódico gratuito; entonces, a y veinte o a menos veinte, ese momento en el que se hace un silencio de manera regular según Gaiman, levanta los ojos de su lectura de estadísticas y cruza su mirada con la del profesor.
Augusto nota como se le acelera el pulso y el órgano del amor, el estómago, le hace un salto mortal, mariposas, estorninos, hasta un águila real parece tener en el ácido habitáculo. Mientras, la máquina fría e indolora del tren llega a su destino. La gente se levanta rápidamente y con el revuelo las caras se confunden con la masa. El doctor desesperado busca, pero no encuentra. Sale del vagón apresurado y de repente lo nota, se vuelva y allí está ella, tres filas más atrás en la escalera mecánica. Él está parado a la derecha y ella baja al ritmo de la caravana, al pasar, tan cerca, tan cerca, el perfume hace que casi se desmaye. No hay ninguna duda, se dirigen hacia el mismo enlace. Augusto tropieza con una señora mientras su imaginación vuela y pone vida a ese rostro anónimo.
Es una actriz que está en Madrid actuando en un musical. Fue educada en el Liceo Francés y ha dedicado su vida al canto. Ahora ensaya por las tardes, actúa todos los jueves y viernes en la Gran Vía y por las mañanas estudia Bellas Artes en la Universidad. Ya la conoce, no hay temor, van en la misma dirección, bajarán juntos del metro y se dirigirán juntos a la facultad, al final del trayecto, al final del trayecto. Y luego, risas, viajes, desayunos sudorosos… Efectivamente, al parar el tren bajan en la misma estación y caminan hacia el tren ligero.
Durante el trasbordo, van muy juntos, se dejan llevar por la multitud, mientras sus hombros casi pueden tocarse. Augusto se cierra al llegar a las escaleras mecánicas a propósito y sus cuerpos llegan por fin al contacto.
- ¡Perdón!- Exclaman casi al unísono, sonríen, sonríen tanto que las luces de la estación se apagan de pura envidia y los seguritas se calan hasta los huesos sus gafas de sol. En el andén, el frío hace que sólo ellos dos no busquen el calor humano de los que esperan su tren, no lo necesitan, ya lo han encontrado. Saliendo de la niebla, el tren se acerca lento pero inexorable, entre luces rojas y verdes, hacia ellos. Las puertas se abren, el calor interior los abraza y los invita a pasar. Sus miradas, mientras, ya van por el Tercer Cielo.
Augusto se acomoda en su mirada azul, en sus dientes de perla, su cabellera dorada y piel de nácar, mientras el espacio y el tiempo parecen hacer trampas y acortarse. De repente, una duda asalta al profesor que se remueve en su asiento: ¿y sí ella no va a la Universidad? ¿Y sí todo ha sido un sueño? La aurora de rosáceos dedos empieza a despuntar, la luz anaranjada lejos de parecer cálida le hace daño, ¡el alba no! Grita para sí. Y a lo lejos se vislumbra su parada…
Si te dijera amor mío
que temo a esa parada,
no sé que luces son esas
Somosaguas me amenaza.
El ansia le oprime el pecho, tiene ganas de llorar. El tren llega, ella no se mueve, él dilata eternamente su movimiento pero ella sigue inmóvil ¡Maldita parada!
Finalmente, el Dr. Augusto Zerep sale del metro. Mientras las puertas se cierran, mira atentamente a los ojos de su amada y cree vislumbrar el brillo de una lágrima peregrina.
- No te preocupes, siempre nos quedará Chamberí- Le susurra al viento mientras la indolente máquina arranca dejando tras de sí un reguero de hojas de álamo cantor caracoleando…
“amaneció, la vi irse sonriendo, con lo puesto,
Marea, Corazón de Mimbre
FIN