Sábado. Cuatro y media de la madrugada. He salido de trabajar y voy paseando camino a casa. Veo un bar en el que no me había fijado antes, ¿existiría? Me animo a tomar una copa antes de meterme en la cama. El ambiente es algo extraño, el camarero me mira con cara de “voy a cerrar, dónde coño crees que vas”. Paso de él y le pido un ron cola. Está oscuro y sucio, veo pasar un par de cucarachas y en una mesa del fondo veo una pareja enrollándose. Se me acerca un tipo muy serio y me ofrece chocolate. Le digo que no y me siento en una mesa a mirarme las manos, no tengo callos pero llevo toda la vida trabajando, tengo los dedos largos, a veces creo que demasiado, parece que exigen su libertad al resto del cuerpo…
Se abre la puerta, entra un tipo con melena, nariz aguileña y ojos escondidos. Lleva una guitarra a la espalda, pide una botella de agua en la barra y se sienta a mi lado.
- Hola Andrés.
- Hola Jose.
- Cuánto tiempo sin verte.
- El que tú has querido.
- ¿Qué tal estás?
- Pues como siempre, muriendo día a día.
- Eres un pesimista, todos vamos a morir y no por eso decimos que “morimos día a día”.
- Di lo que quieras, huye de la realidad, pero no es otra que esta y tú y yo somos iguales.
- ¡Pero qué dices! Yo soy tu creador, no estamos en el mismo plano.
- Sí que lo estamos.
- Me tienes harto con tu rollito posmoderno, tú vives gracias a mí, y ya está.
- Sí tu lo dices, escucha- se descuelga la guitarra y empieza a tocar, pero su guitarra no suena a cuerda, suena a campanas, campanas del recuerdo...
En este pueblo las campanas forman parte de la vida de todos nosotros. Sentimos un temor irracional a su sonido. Las reverenciamos, porque algún día anunciaran nuestra muerte y para muchos de nosotros es lo más lejos que vamos a llegar a ser: el sonido de una campana fúnebre, el recuerdo de un sonido en una habitación, para siempre, eterno, aunque nadie nos oiga. Y en mi habitación hay muchos recuerdos, sus tañidos han entrado muchas veces en ella, y no se va, y oigo sus rebatos, cada hora, cada minuto, cada segundo.
Necesito irme de aquí, mi habitación suena a muerto, y mi espalda ya no soporta el peso de más sentimientos. Voy al parque en busca de ella. Está allí, sentada, en el mismo banco donde nos conocimos y donde tantas veces nos reconocimos; su mirada es triste, premonitoria, lleva un trozo de pan y está echándoselo a las palomas. Me siento a su lado sin decir nada, y le ayudo con el pan, cojo su mano fría, inhumana, las palomas dejan de comer el pan y me empiezan a mirarme fijamente. De repente se hace el silencio…
El camarero se levanta del taburete y cambia el disco, me sorprende con Kind of blue, Andrés ya se ha ido del bar y donde estaba la pareja sólo hay un preservativo atado. Pago mi copa y salgo fuera, al bullicio de la plaza, pero no hay nadie fuera, el panorama es desolador y las campanas del ayuntamiento tocan, son las seis de la mañana. Sigo caminando, solo, y veo una paloma que se acerca, el bicho infecto me mira con ojos prepotentes, descarnados, intento darle una patada pero se escabulle, aparecen más, y todas empiezan a mirarme fijamente...
- Me voy.
- Ya lo sé.
- No es por ti.
- Ya, es por ti.
- Es que no puedo vivir más en este pueblo, se me cae encima.
- Bueno, pues toma estas lágrimas negras y no me mires al irte, no mires a nada, sólo camina y tíralas cuando aprendas a volar.
- Adiós, ¿me das un beso de despedida? -Me da un beso que sabe a sal, se levanta y se va rodeada de palomas.
- Buenas noches.
- Hola.
- A la calle Ezquerra.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario